Akira Yoshimura. Una literatura a la deriva

por Elena Carmona

Nosotros, los lectores de literatura traducida, dependemos de lo que la industria editorial quiera poner en nuestro camino. Somos como bancos de peces, dirigidos por varias corrientes, abocados a acabar muriendo —atrapados y obsesionados— en alguna red, junto con otros lectores. Los de literatura japonesa tenemos la suerte de habitar en un mar amplio, con muchas traducciones a nuestro alcance y distintos autores a los que acercarse y nadar alrededor (¿es necesaria tanta analogía marina?, ¡en este artículo sí!). Y sin embargo hay aguas a las que no podemos acceder. Nos lo impiden muros lingüísticos que, como pasa en todas las tradiciones literarias que nos son extranjeras, a no ser que seas un experimentado en la lengua del texto original, nos dificultan el poder ver más allá de algunas obras y de algunos autores. Akira Yoshimura representa para mí un muro, y debido a que como lectora, de momento se me hace imposible sortearlo, he decidido escribir sobre él. A ver si con unos cuantos peces más podemos, en un futuro, acabar derrumbándolo. 

Si buscamos Akira Yoshimura en la página de Wikipedia en español, nos toparemos con tres únicas pero contundentes líneas sobre este autor y su obra. A pesar de la escasa información de la que disponemos en español, podemos leer traducidas cuatro de sus obras. En realidad diría que dos, porque la mitad se encuentran descatalogadas; Libertad bajo palabra y Justicia de un hombre solo, publicadas ambas por Emecé Editores, ya no se pueden conseguir fácilmente. Es en las dos novelas restantes en las que me basaré para contaros por qué se debería leer más a Akira Yoshimura; El martirio de la joven (seguido de La sonrisa de las piedras) y Naufragios, publicadas recientemente por Marbot Ediciones.  

Panel en el Museo Conmemorativo de Akira Yoshimura, Tokio

Akira Yoshimura (吉村昭) nació en el seno de una familia acomodada en Nippori, Tokio, junto con otros siete hermanos. En 1940 ingresó en la escuela privada Tokyo Kasei Junior High School y se inició en la lectura de clásicos japoneses, publicando su primer escrito en la revista literaria de la escuela. Tras la muerte de su madre y de su padre en 1944 y 1945 sucesivamente, Yoshimura sufrió de hemoptisis, lo que le obligó a someterse a una operación en la que le extirparon cinco costillas izquierdas. Esto provocó que su vida académica se viera paralizada hasta 1950, cuando ingresó en la Universidad de Gakushuin, y se unió a un grupo literario donde conoció a la que más tarde sería su esposa, la novelista Setsuko Tsumura. En 1966 ganó su primer premio literario, el Osamu Dazai, por su novela 「星への旅」(“Viaje a las estrellas”) y en 1973 recibió el 21º Premio Kikuchi Hiroshi por una serie de trabajos documentales, incluyendo «Acorazado Musashi» y «El gran terremoto de Kanto». Su obra empezó a ser aclamada por la crítica y Yoshimura consolidó su fama como novelista y cronista. También fue director de la Sociedad Literaria de Japón, director del Museo japonés de Literatura Moderna, y segundo director de la Academia japonesa de Bellas Artes de 2004 a 2006. En 2005 le diagnosticaron cáncer de lengua y de páncreas, lo que le dejó en un estado crítico. Ya en su casa, comunicó a su familia que no quería seguir viviendo y se arrancó el catéter de las venas del cuello para morir unas horas más tarde. Su relato póstumo「死顔」(“El rostro de la muerte”) se publicó en la revista literaria Shincho en octubre de 2006.

Akira Yoshimura y su esposa Setsuko Tsumura

“El espectáculo del callejón mojado por la lluvia, extrañamente claro, me parecía fresco y transparente, como si lo contemplara a través de las paredes de un acuario al que acabaran de cambiar el agua.”

El martirio de la joven (2020) por Marbot Ediciones
El martirio de la joven (2020)

Aunque gran parte de su producción literaria más reconocida por la crítica sea la novela histórica y la no ficción, Akira Yoshimura también fue un prolífico escritor de historias cortas, dos de las cuales componen el libro del que hablaremos primero. El martirio de la joven es un relato de apenas ochenta páginas publicado por primera vez en 1963; el relato que hizo de mi introducción a la obra de Akira Yoshimura una auténtica pesadilla. La vida de Yoshimura estuvo marcada por las pérdidas de varios familiares desde una temprana edad —al igual que Kawabata, célebre escritor al que Yoshimura admiraba— y graves problemas de salud, por lo que la muerte representa una temática frecuente que atraviesa muchas de sus historias. Sin embargo, en este caso sería más preciso decir que la muerte ha precedido al relato. Yoshimura hace uso de una narración inquietante y diseccionadora que cuenta las sensaciones que experimenta (todavía) nuestra protagonista: el cadáver de una joven recién fallecida. Sin dolor físico pero con una terrible angustia, la protagonista se ve obligada a contemplar con la capacidad sensitiva de un insecto cómo es manipulada por los hombres de la funeraria, personal médico y estudiantes de medicina. Es casi una metamorfosis post mortem en la que Yoshimura describe con pinceladas impresionistas la transformación de un cuerpo no doliente pero todavía consciente. Este relato culmina con un final claustrofóbico en el que os aseguro que, como yo, os quedaréis atrapados durante mucho tiempo. 

En la película Dolls (2002) de Takeshi Kitano se encuentra la famosa secuencia de “los mendigos atados”, una pareja de amantes unidos por una cuerda roja a la cintura que camina en silencio por bosques, praderas y montañas durante el transcurso de las estaciones. En esta escena los amantes no conversan, ni siquiera necesitan mirarse a la cara, tan solo caminan incansablemente, movidos como por inercia hacia su irremediable y miserable destino, el cual encuentran al final de un precipicio cubierto por la nieve. 

Dolls (2002)

Esta misma inercia es la que dirige a los personajes y, por lo tanto, también al lector de la literatura de Akira Yoshimura. En El martirio de la joven la protagonista ya no es dueña de su propio cuerpo y se ve resignada a contemplar cómo terceras personas lo manipulan a su antojo. La sonrisa de las piedras, el segundo relato de este libro —publicado originalmente un año antes que el primero— si bien es más realista, no es menos inquietante. En esta historia el protagonista es Eiichi, un joven universitario que se reencuentra con un conocido de su infancia, Sone. La hermana de Eiichi se encuentra en un estado melancólico tras descubrir su infertilidad y abandonar consecuentemente la familia de su marido, lo que le hace coser compulsivamente trajes infantiles para donarlos a un orfanato. La entrada de Sone en la vida de Eiichi traerá aparente riqueza gracias al expolio de restos budistas, pero terminará por arrastrar una vida a su paso. De nuevo, aquí los personajes carecen de voluntad propia, las páginas van pasando y el lector llega a un final abierto que deja entrever lo inevitable, que lo anticipa pero no lo explicita; tan solo te deja con un mal sabor de boca que te obliga a cambiar incómodamente de postura una vez cerrado el libro. 

“Oyó una voz lejana en la oscuridad. Estaba de pie en la playa. La voz venía de la superficie del agua. De repente, la voz se acercó y el estruendo del mar embravecido lo rodeó por completo. Las olas se echaron encima de él y perdió el equilibrio. Entonces oyó una voz aguda gritando su nombre.”

Naufragios (2017) por Marbot Ediciones

Naufragios es una novela corta bastante posterior, publicada por primera vez en 1982, que junto con otras obras como「魚影の群れ」(“Un banco de sombras de peces”) o「漂流」(“A la deriva”) comparten el segundo elemento recurrente en la literatura de Yoshimura: el mar. A esta categoría también podrían pertenecer sus crónicas históricas sobre los tsunamis de la costa de Sanriku.

Naufragios (2017)

Naufragios nos cuenta la historia de una aislada y remota aldea costera del Japón medieval, donde Isaku, un niño de diez años, se hace responsable de la supervivencia de su familia tras la partida de su padre para venderse como esclavo. La subsistencia de los aldeanos, siempre al límite de la inanición, depende únicamente de lo que el mar quiera traerles: normalmente se trata de la escasa pesca disponible, pero otras veces, el mar responde a sus plegarias y les otorga regalos. Mediante una técnica desesperada y siniestra, los habitantes atraen barcos mercantes a la costa rocosa para hacerles encallar y, tras asesinar a la tripulación, saquear la comida y los bienes de a bordo. Yoshimura utiliza de nuevo una narración fría y escrutadora que hace al lector ser plenamente consciente del tiempo que transcurre en la novela, a través de la descripción detallada de los ciclos de pesca y los cambios en la naturaleza a los que se corresponden. La lectura de Naufragios es inmersiva y hace que, junto a sus personajes, te encuentres a la deriva, esperando a que ocurra algo inminente. Esta es una historia donde el mar y lo que habita en él bien podría ser otro personaje, y donde Yoshimura nos muestra dilemas morales, decisiones pragmáticas y acontecimientos profundamente violentos a través de los ojos de un niño, Isaku, que al final de la novela se convierte en testigo de la llegada de terribles consecuencias.

Museo Conmemorativo de Akira Yoshimura en Arakawa, Tokio

Akira Yoshimura, el escritor que movía los hilos rojos de sus personajes como si fuera un maestro de marionetas —que dirigía sus movimientos y reducía su voluntad a cenizas— consiguió agarrar su propio hilo, una sonda intravenosa, para arrancarla en ese preciso instante y morir dignamente a los 79 años. Hoy se pueden ver sus manuscritos, cuadernos y artículos en el Museo Conmemorativo de Akira Yoshimura en Arakawa, Tokio. El proyecto de este museo le fue propuesto a Yoshimura un año antes de su muerte, y aceptó con la condición de que se instalara en un edificio cultural ya construido para que no supusiera a los vecinos del barrio ningún coste adicional. El museo fue inaugurado en la Biblioteca de Nippori el 26 de marzo de 2017 con la ayuda de su esposa Setsuko Tsumura.  

Azul casi transparente: unos gramos de generación beat en Japón

por Elena Carmona
Fotografías de la serie Blue Period de Nobuyoshi Araki

Ah, la generación beat, esos escritores de los cincuenta, libertarios estadounidenses y sus novelas caleidoscopio; reflejos iridiscentes, sabores raros y texturas rugosas. Algunas palabras parecen estar escritas en polvo, y otras se mueven como si fueran líquidas —¿estas novelas se leen, se pinchan, se esnifan?— En la generación beat habita William Burroughs y su prolapso de carne, que supura por las páginas del Almuerzo desnudo, descendiendo a los infiernos de orgías sardónicas y denuncia social, de locas, masoquistas, dentistas, profetas, yonquis y burócratas. Las pocas personas que han conseguido leerse una novela de la generación beat entera son los mismos edgys que dicen que su película favorita es Pink Flamingos de John Waters.   

La literatura japonesa, sin embargo, tan suya y tan austera, al igual que un jardín seco; las palabras puestas como piedras en los lugares adecuados del paisaje, sobre prosa bella y arenosa, de sombras suaves y narradores nostálgicos que vienen chapoteando como la rana de Bashō desde la clásica era Heian hasta nuestros días. Entre las páginas de papel de arroz de la literatura japonesa no hay sitio para lo beat

…o quizá sí.

“Mientras comíamos la fruta apilada en fuentes y bebíamos vino, la habitación entera sucumbía violada por el calor. Tenía ganas de que me despojaran de mi piel, como una fruta. Quería empaparme de la carne aceitosa y brillante de los negros y clavarlos dentro de mí”.

Así escribía el joven Ryū Murakami (no, no es el Murakami hegemónico) de 24 años en su primera novela Azul casi transparente de 1976. Influenciado por los soldados americanos y las bases militares estadounidenses de su Sasebo natal en Nagasaki, Murakami constituyó una ruptura crucial en la literatura japonesa de la década de los 70. No me malinterpretéis, ya hubo otros que hablaron sobre sexo y drogas en la tradición literaria japonesa, pero es Murakami el único autor al que se le podría considerar beatnik, y sus novelas, comparables a las de los yanquis, escritas por una mano de impulso lujurioso, casi animal, que consiguen dejar las costuras humanas al descubierto.

Primera portada de la editorial Anagrama para Azul casi transparente (2006)

Junichirō Tanizaki habla en su breve ensayo El Elogio de la sombra (1933) sobre la estética japonesa; una estética de contrastes, de oscuridades intencionadas y de sensualidad descubierta, al contrario que la occidental, pulida, brillante y definida. Si la estética literaria se pudiera comparar con cómo la luz se posa sobre un cuerpo, la japonesa se asemejaría a la luz de las velas, inestables sobre la piel, dejando escondidos algunos recovecos y realzando otros terrenos a la vez. La occidental sería una luz de interrogatorio, blanca y potente que deja al descubierto todos y cada uno de los poros de la piel, una luz pornográfica, en la que no tiene cabida la imaginación. Fue Ryū Murakami (de nuevo, no el Murakami hegemónico) quien rompió con este canon. Al igual que las novelas de la generación beat, la obra de Murakami no esconde nada, ni teme mostrar los fetiches, los miedos, las pasiones y los secretos más íntimos de sus personajes, por muy depravados y violentos que estos sean. La luz azul de Murakami lo aplana todo, igualando los placeres del sexo, la droga, la comida y la música.  

“Pastel de queso con frambuesa, racimos de uvas sobre el fondo rosado de las negras manos. Patas cocidas de cangrejo aún humeantes rompiéndose con pinzas, vino dulce rosado americano, dátiles como dedos llenos de verrugas cortados de cadáveres, sándwiches de bacon como labios en torno a mi lengua de mujer, ensalada rezumante de mayonesa rosa.”

Comparando Azul casi transparente con la que sería, quizás, una de las obras más representativas de la generación beat como es el Almuerzo desnudo (1959) de William Burroughs, podemos afirmar que ambas novelas tienen en común su característico flujo sinestésico que nos aturde los sentidos, dejándonos sin saber muy bien qué acabamos de leer. Pero si al abrir el libro de Burroughs, las palabras nos salpican, nos llegan olores sospechosos y los colores salen hacia fuera al encuentro de los ojos del lector, en Azul es todo lo contrario. Leer a Ryū Murakami es como mirar con lupa un suelo muy sucio. Un suelo pegajoso, donde se ha derramado jugo de piña, donde también hay pelos rubios, uñas cortadas, kleenex con sangre, colillas, pétalos de rosa, migas de pan y trozos de cristales rotos. Murakami ilumina esa maraña de objetos y fluidos con un tono azulado (en el título original, ブルー) que transmite una profunda nostalgia, y que, para qué mentirnos, nos encanta. 

Ryū Murakami

“Por un instante, a la luz azul pálido del relámpago todo se hizo transparente. El cuerpo de Lilly y mis brazos y la base y las montañas y el cielo nublado, todo transparente. Y entonces descubrí una línea curva atravesando la transparencia. Tenía una forma que nunca antes había visto, una blancura que se curva trazando arcos espléndidos.”

Así que ya sabéis, si en vuestra librería de confianza, en la estantería de “literatura oriental” encontráis sepultada bajo la pila de libros de, lo voy a volver a decir, el Murakami hegemónico, una novela rezagada de Ryū, id a por ella, sostenedla fuerte y no la dejéis ir. A pesar de ser un escritor tan importante, su obra se está viendo descatalogada del panorama editorial español (I don’t feel so good Mr. Murakami…), porque sus pocas novelas traducidas no están siendo reeditadas. Así que desde aquí hago un llamamiento, ¡arrojemos luz (azul, claro) sobre el trabajo de Ryū Murakami, no dejemos que caiga en la damnatio memoriae!; ¡que este sea el primer paso para cambiarlo!